martes, 12 de agosto de 2014

Bigotes y antifaz

Visité un árbol.
Si me vio, espero que no me confundiese con los que acuden sólo para guarecerse bajo las ramas. Tengo mi casa; no caminaría hasta un bosque en busca de cobijo. Ni siquiera cuando traigo algo de lluvia conmigo. Lo que busco, si acaso, es fruta. Cuando puedo, exprimo y bebo zumo. Soy un bebedor. Los hay con vicios peores, yo me hincho de zumo. Pero eso es secundario: lo principal es que me gusta perderme entre verde y tierra.

Visité un árbol.
No para dibujarlo, ni para estudiarlo. No sabría taxonomizarlo ni tengo el menor interés. Me senté junto a él en silencio y me quedé a ver el atardecer. Juraría que me abrazó con sus raíces.

Regresé y no traje nada de la ciudad. No anoté el camino; él se dejó encontrar. No me puso ningún nombre ni trató de construir una casa en mi copa. No se creyó encargado de regarme ni receló de mi suelo. Y yo tampoco sentí la menor necesidad de hacer de jardinero.

Pues no es un juguete convertible. Sí, podría prometerme que se negará a marchitarse en otoño o garantizarme que me dará sus frutas más grandes. Podría vestirse de un Gran Tabú y hacer bandera de él por si acaso yo necesitase verlo grabado en piedra. Pero algo categóricamente absoluto, interminable y acomodadizo sólo puede ser un muñeco:


Mientras que sólo algo vibrante, posiblemente perecedero —qué más da— y de errática vivacidad puede ser un árbol. Auténtico, colorido, florido como para embriagarse. De frutos dulces para masticar a carrillos llenos.

Árbol, ven con el viento si acaso te trae hasta aquí. Y si no, lo mismo da. Yo te voy a coger frutos hasta que me lo prohíbas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario