jueves, 20 de noviembre de 2014

Puñales

La carne nunca se olvidaba del filo. Yo cosía la incisión, pero me faltaba un pedazo de músculo. Me convencía de que el carnicero debía habérselo quedado, quizás para trinchar filetes o tal vez interesado en el coleccionismo. Le imaginaba curando una variedad de trofeos cárnicos, embelesándose con los olores del pasado y regocijándose en sus triunfos contra bestias pálidas.

Mi cuerpo se sentía incompleto. Se veía a largo plazo descarnado hasta el esqueleto, despojado esquirla a esquirla de una coraza que tenía mucho más que ver con su orgullo que con la sustancia. Las primeras veces tomó él la iniciativa: con un revanchismo visceral me arrastró hasta el lugar del crimen, donde hicimos un ridículo espantoso. Reclamamos una explicación a gritos y solo conseguimos empapar a todo el mundo en autocompasión.

En lo que a mí respecta, mi temor era otro: me preocupaba el hilo vestigial que pendería por siempre entre el nuevo propietario de aquel fragmento de mí y yo. Como si se tratase de un tendón desinformado de la pérdida, ese hilo arponeaba mi hueso punzándome con un dolor fantasma. Un extremo del cordel se encontraba hundido en mi piel, imposible de retirar sin desgarrar lo que quedase de carne. Y el otro estaba en manos del matarife, que se volvía capaz de pincharme cada vez que —involuntariamente o no— tensaba y destensaba el hilo.

Solía parecerme legítimo exigir a la otra parte que soltase su cordel. Más de una vez luché por ello, me enfadé, pataleé. Me parecía una mínima consideración que se podía tener con otro ser humano. Pero claro, los que tienen esa deferencia básica hacia tu persona no acostumbran a sajarte.

Un día —y con el tiempo dos, cuatro, ocho...— me encontré con sangre ajena en mi camisa. Pregunté y me contaron que se me había visto blandiendo una hoja de la que yo no era consciente. Traté de hacer grandes obras de enmienda: conseguí algunas, se me escaparon otras. Pero lo que más intenté y nunca conseguí fue reponer la carne que yo había extirpado. Porque incluso las veces que me empeñé en un trasplante, el tejido donado era en realidad el mío; el descuajado se extraviaba entre mi imprudencia y mi indiferencia. A su patrón, al que no le faltaba la autonomía de un adulto sano, yo no le debía ningún compromiso. Igual que nadie me lo había debido nunca a mí.

Pensé que había dedicado demasiado tiempo a intentar reparar en vez de emplearlo para reconstruir.
Y decidí empezar a practicar eso de claudicar. De cerrar las puertas, olvidar los hilos y marcharme. Hasta desaparecer en la apacible nada, sobre la que se puede volver a pintar.



sábado, 6 de septiembre de 2014

Canoa

El valle dejaba de serlo
inundado por garza sangre
cosecha de un hombre de lluvia.

Fluyen las aguas sucias
hasta la desembocadura.
Viste un blanco prestado,
cree cautiva a la luna.
«No es reflejo. La he cazado:
la del cielo es una impostora».
Pulveriza la tierra a su paso,
hace de las raíces briznas.

«Soy vaso, grueso, duro.
Descarnado en mi crudeza
como si hecho de greda.
Bien mirado, fuiste difunto:
ahí falta linfa de hidalgo».
Mulo y recio desbordaba;
asesino de ninfas, se ahogaban.
Sus cuerpos se hacían nenúfares
y el estanque se alimentaba.

Ella fabricó una canoa,
selló con resina las juntas.
Navegó río arriba hasta el caño
y vio que era artificio humano.

A la mar devolvió los peces,
donde cada gota es milagro.
Desoyó el rumor de la corriente
y soñó con volver al océano.

miércoles, 27 de agosto de 2014

En otro tiempo

Una lejana oración
arrastrada por la brisa nocturna
aviva las hojas con su medrosa danza.
Es la canción de los árboles ancianos,
que cantan para ti.
Para estos bosques sombríos,
ahora durmientes.

Sin esperarnos,
tantas estaciones han pasado;
las hojas doradas van a la tierra a morir.
Un día renacerán bajo un cielo más brillante.

Pero nuestro desgastado mundo permanecerá
y tú y yo mañana ya nos habremos marchado.

—Autre Temps, Alcest:


martes, 12 de agosto de 2014

Bigotes y antifaz

Visité un árbol.
Si me vio, espero que no me confundiese con los que acuden sólo para guarecerse bajo las ramas. Tengo mi casa; no caminaría hasta un bosque en busca de cobijo. Ni siquiera cuando traigo algo de lluvia conmigo. Lo que busco, si acaso, es fruta. Cuando puedo, exprimo y bebo zumo. Soy un bebedor. Los hay con vicios peores, yo me hincho de zumo. Pero eso es secundario: lo principal es que me gusta perderme entre verde y tierra.

Visité un árbol.
No para dibujarlo, ni para estudiarlo. No sabría taxonomizarlo ni tengo el menor interés. Me senté junto a él en silencio y me quedé a ver el atardecer. Juraría que me abrazó con sus raíces.

Regresé y no traje nada de la ciudad. No anoté el camino; él se dejó encontrar. No me puso ningún nombre ni trató de construir una casa en mi copa. No se creyó encargado de regarme ni receló de mi suelo. Y yo tampoco sentí la menor necesidad de hacer de jardinero.

Pues no es un juguete convertible. Sí, podría prometerme que se negará a marchitarse en otoño o garantizarme que me dará sus frutas más grandes. Podría vestirse de un Gran Tabú y hacer bandera de él por si acaso yo necesitase verlo grabado en piedra. Pero algo categóricamente absoluto, interminable y acomodadizo sólo puede ser un muñeco:


Mientras que sólo algo vibrante, posiblemente perecedero —qué más da— y de errática vivacidad puede ser un árbol. Auténtico, colorido, florido como para embriagarse. De frutos dulces para masticar a carrillos llenos.

Árbol, ven con el viento si acaso te trae hasta aquí. Y si no, lo mismo da. Yo te voy a coger frutos hasta que me lo prohíbas.

viernes, 18 de julio de 2014

El placer de desechar

Vaciar los bolsillos. Eliminar los pesos, auditar a los huéspedes históricos. Cuestionar las tradiciones. Destruir lo que aún parece útil, sepultar los «alguno de estos días...»; permitir que los rescoldos se apaguen y limpiar la ceniza.
Acabar con todo lo que no soy y creo ser. Cosechar de la tierra agotada y poner en barbecho la mustia. Despejar los estantes para hacer sitio a nuevos artefactos.

Y ejecutarlo a veces incluso en este plano, el material. Con una bolsa repleta de lo que nos gustaría que fuesen los recuerdos. Porque si lo fuesen podríamos tenerlos siempre inmutables, previsibles, allí donde pudiésemos controlarlos.
Pero cada talismán es solo una estampa.

Paredes desnudas. Una tabla que nunca volverá a estar rasa, pero mientras quede espacio disponible lo mantendré limpio para los cultivos de hoy y los que sembraré mañana.

Desechar me resulta mucho más placentero que consumir.

(Esa satisfacción orgánica al eutanizar residuos del pasado,
esa energía que ya no se malgastará en prolongar hebras deshilvanadas).

martes, 8 de julio de 2014

Todos mis secretos están viejos

Las dudas,
los errores,
las vergüenzas y arrogancias,
las venganzas,
las codicias
y los vicios
son gasolina estupenda para escribir
porque arden con virulencia. Esconden llamas
que sobre las ascuas proyectan
vigoroso espectáculo para el lector
abrasando un poco al artificiero.

Qué gusto estrellarse con la hoja en blanco
por depender de otros combustibles;
desafiante dificultad en su busca
hasta aprender a dibujar, no reflejar.
Así trazar historias de otros
y no la mía, ni muy al fondo.

Porque yo sigo teniendo dudas,
y errores, y vergüenzas,
y arrogancias y codicias,
y vicios, bastantes vicios.
Pero ninguno de ellos me pincha
porque hoy no lo necesitan:
ya no los tengo escondidos,
los tengo donde puedo hablar con ellos.
Todos mis secretos están viejos,
marchitos sobre el suelo en el que me revuelco.


miércoles, 11 de junio de 2014

De cómo estar tan tranquilo

Voy a convertirte en un muerto, pensé.
Porque me resulta más fácil vestir de luto que de verde. Porque amputar es la mejor forma de dejar espacio a algo diferente. No disfruto de las llamas, pero las cenizas son ligeras.

No sólo lo pensé; lo llevé a cabo. Te malhice hasta volverte inocuo. Me olvidé del asco y descarté al héroe. No me daría cuenta hasta mucho más tarde: allí era donde estaba la maniobra en realidad. No es lo que hice de ti, sino en lo que yo elegí convertirme. Me apeteció ser el villano y fue una decisión provechosa. Beben bourbon, nadie necesita ser hipócrita con ellos y se van a la cama con pocas preguntas para su almohada.

Te plegaron un ataúd de papel. No me quedé a enterrarte. No le debía nada a esa cáscara. No eras tú, era un muerto.
Podría haber pensado que te había dejado en silencio. Pero no era el caso. A quien estaba acallando era a mí mismo, bendita quietud.

Hace mucho de todo esto, y tardó muy poco en convertirse en pasado. Más de una vez volvió a sucederme en otros parajes; como me había gustado mi modus operandi, lo repetí.
Siempre me salió de forma intuitiva, sin premeditación ni reflexión. Hoy en día, con algo más de perspectiva, he comprendido que obtengo paz con ello. La desarrollo+celebro escribiendo esto.

Porque la cuestión tiene truco, y está en que yo no llego a recortar ni a destruir. Cuando el color se ha vuelto ocre, él mismo se ha dado muerte por su propia mano.



martes, 3 de junio de 2014

Zarpar


Esto empezará como un ejercicio, una excusa para hacerme a mí mismo escribir con regularidad. Siempre me ha faltado constancia, en parte por falta de disciplina y en parte por falta de confianza en lo que podría decir.

Como no sé si hablar de música, de sentimientos, de libros, de actualidad, de sueños o de pamplinas, escribiré de todo un poco según me vaya apeteciendo. No tengo muy claro lo que saldrá, pero con un poco de suerte encontraré algunas cosas que contar.