jueves, 9 de abril de 2015

The Red Pill: El sexismo que sufren los hombres

Sea por mi odio que te escupiré mi último aliento.
—Capitán Ahab, enfrentándose a Moby Dick

¿Cuál es el sexismo que sufren los hombres?

Si se entera, el Movimiento por los Derechos de los Hombres (MRA, o Men's Rights Activism) correrá a ser el primero en contestar a nuestra pregunta. Podéis encontrarles aquí o aquí. En sus propias palabras:
«...un particular movimiento liderado por personas que se identifican como activistas por los derechos de los hombres surgió en Estados Unidos a finales de la década de los 70 para asegurar derechos equitativos para los hombres ante el auge del feminismo.»
Se trata de un grupo muy heterogéneo con una opinión muy particular acerca de las desigualdades entre hombres y mujeres:

lunes, 12 de enero de 2015

Las feminazis, esa plaga imaginaria

Precaución: TOCHOPOST.


Es imposible estar de acuerdo con ellas.
Estoy en total desacuerdo con esas feminazis que al mismo tiempo esperan que tú pagues la cena y las trates como princesitas «porque eres el hombre».
O con las que denuncian conductas nocivas cuando las hacen los hombres pero no cuando las hacen las mujeres.
En general, con todas esas feminazis que desvirtúan la lucha feminista al perseguir que su género esté por encima del nuestro.

Sólo hay un problema con todo esto.
Nunca he conocido a ninguna.

Sí, de vez en cuando me he encontrado con feministas tremendamente agresivas. He visto a algunas defender ideas reprobables con las que yo estaba en desacuerdo y por las que hemos debatido. Unas pocas llegaban a balancearse sobre la línea que separa la autodefensa de la acusación indiscriminada, lanzando algún que otro reproche que se quedaba cerca de incluirme.
Diría sin concesiones que estaban erradas en sus formas. Las más coléricas me han llegado a caer mal, incluso.
Pero, ¿defender reivindicaciones contra los derechos de los hombres? (Ya sabéis, clásicos feminazis como «todos los hombres sois opresores», «me acosas al mirarme», etc...). He contado cuántas personas reales me las han lanzado a la cara —la humana o la internetil pero frente a frente— y la cifra asciende a cero.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Puñales

La carne nunca se olvidaba del filo. Yo cosía la incisión, pero me faltaba un pedazo de músculo. Me convencía de que el carnicero debía habérselo quedado, quizás para trinchar filetes o tal vez interesado en el coleccionismo. Le imaginaba curando una variedad de trofeos cárnicos, embelesándose con los olores del pasado y regocijándose en sus triunfos contra bestias pálidas.

Mi cuerpo se sentía incompleto. Se veía a largo plazo descarnado hasta el esqueleto, despojado esquirla a esquirla de una coraza que tenía mucho más que ver con su orgullo que con la sustancia. Las primeras veces tomó él la iniciativa: con un revanchismo visceral me arrastró hasta el lugar del crimen, donde hicimos un ridículo espantoso. Reclamamos una explicación a gritos y solo conseguimos empapar a todo el mundo en autocompasión.

En lo que a mí respecta, mi temor era otro: me preocupaba el hilo vestigial que pendería por siempre entre el nuevo propietario de aquel fragmento de mí y yo. Como si se tratase de un tendón desinformado de la pérdida, ese hilo arponeaba mi hueso punzándome con un dolor fantasma. Un extremo del cordel se encontraba hundido en mi piel, imposible de retirar sin desgarrar lo que quedase de carne. Y el otro estaba en manos del matarife, que se volvía capaz de pincharme cada vez que —involuntariamente o no— tensaba y destensaba el hilo.

Solía parecerme legítimo exigir a la otra parte que soltase su cordel. Más de una vez luché por ello, me enfadé, pataleé. Me parecía una mínima consideración que se podía tener con otro ser humano. Pero claro, los que tienen esa deferencia básica hacia tu persona no acostumbran a sajarte.

Un día —y con el tiempo dos, cuatro, ocho...— me encontré con sangre ajena en mi camisa. Pregunté y me contaron que se me había visto blandiendo una hoja de la que yo no era consciente. Traté de hacer grandes obras de enmienda: conseguí algunas, se me escaparon otras. Pero lo que más intenté y nunca conseguí fue reponer la carne que yo había extirpado. Porque incluso las veces que me empeñé en un trasplante, el tejido donado era en realidad el mío; el descuajado se extraviaba entre mi imprudencia y mi indiferencia. A su patrón, al que no le faltaba la autonomía de un adulto sano, yo no le debía ningún compromiso. Igual que nadie me lo había debido nunca a mí.

Pensé que había dedicado demasiado tiempo a intentar reparar en vez de emplearlo para reconstruir.
Y decidí empezar a practicar eso de claudicar. De cerrar las puertas, olvidar los hilos y marcharme. Hasta desaparecer en la apacible nada, sobre la que se puede volver a pintar.



sábado, 6 de septiembre de 2014

Canoa

El valle dejaba de serlo
inundado por garza sangre
cosecha de un hombre de lluvia.

Fluyen las aguas sucias
hasta la desembocadura.
Viste un blanco prestado,
cree cautiva a la luna.
«No es reflejo. La he cazado:
la del cielo es una impostora».
Pulveriza la tierra a su paso,
hace de las raíces briznas.

«Soy vaso, grueso, duro.
Descarnado en mi crudeza
como si hecho de greda.
Bien mirado, fuiste difunto:
ahí falta linfa de hidalgo».
Mulo y recio desbordaba;
asesino de ninfas, se ahogaban.
Sus cuerpos se hacían nenúfares
y el estanque se alimentaba.

Ella fabricó una canoa,
selló con resina las juntas.
Navegó río arriba hasta el caño
y vio que era artificio humano.

A la mar devolvió los peces,
donde cada gota es milagro.
Desoyó el rumor de la corriente
y soñó con volver al océano.

miércoles, 27 de agosto de 2014

En otro tiempo

Una lejana oración
arrastrada por la brisa nocturna
aviva las hojas con su medrosa danza.
Es la canción de los árboles ancianos,
que cantan para ti.
Para estos bosques sombríos,
ahora durmientes.

Sin esperarnos,
tantas estaciones han pasado;
las hojas doradas van a la tierra a morir.
Un día renacerán bajo un cielo más brillante.

Pero nuestro desgastado mundo permanecerá
y tú y yo mañana ya nos habremos marchado.

—Autre Temps, Alcest:


martes, 12 de agosto de 2014

Bigotes y antifaz

Visité un árbol.
Si me vio, espero que no me confundiese con los que acuden sólo para guarecerse bajo las ramas. Tengo mi casa; no caminaría hasta un bosque en busca de cobijo. Ni siquiera cuando traigo algo de lluvia conmigo. Lo que busco, si acaso, es fruta. Cuando puedo, exprimo y bebo zumo. Soy un bebedor. Los hay con vicios peores, yo me hincho de zumo. Pero eso es secundario: lo principal es que me gusta perderme entre verde y tierra.

Visité un árbol.
No para dibujarlo, ni para estudiarlo. No sabría taxonomizarlo ni tengo el menor interés. Me senté junto a él en silencio y me quedé a ver el atardecer. Juraría que me abrazó con sus raíces.

Regresé y no traje nada de la ciudad. No anoté el camino; él se dejó encontrar. No me puso ningún nombre ni trató de construir una casa en mi copa. No se creyó encargado de regarme ni receló de mi suelo. Y yo tampoco sentí la menor necesidad de hacer de jardinero.

Pues no es un juguete convertible. Sí, podría prometerme que se negará a marchitarse en otoño o garantizarme que me dará sus frutas más grandes. Podría vestirse de un Gran Tabú y hacer bandera de él por si acaso yo necesitase verlo grabado en piedra. Pero algo categóricamente absoluto, interminable y acomodadizo sólo puede ser un muñeco:


Mientras que sólo algo vibrante, posiblemente perecedero —qué más da— y de errática vivacidad puede ser un árbol. Auténtico, colorido, florido como para embriagarse. De frutos dulces para masticar a carrillos llenos.

Árbol, ven con el viento si acaso te trae hasta aquí. Y si no, lo mismo da. Yo te voy a coger frutos hasta que me lo prohíbas.

viernes, 18 de julio de 2014

El placer de desechar

Vaciar los bolsillos. Eliminar los pesos, auditar a los huéspedes históricos. Cuestionar las tradiciones. Destruir lo que aún parece útil, sepultar los «alguno de estos días...»; permitir que los rescoldos se apaguen y limpiar la ceniza.
Acabar con todo lo que no soy y creo ser. Cosechar de la tierra agotada y poner en barbecho la mustia. Despejar los estantes para hacer sitio a nuevos artefactos.

Y ejecutarlo a veces incluso en este plano, el material. Con una bolsa repleta de lo que nos gustaría que fuesen los recuerdos. Porque si lo fuesen podríamos tenerlos siempre inmutables, previsibles, allí donde pudiésemos controlarlos.
Pero cada talismán es solo una estampa.

Paredes desnudas. Una tabla que nunca volverá a estar rasa, pero mientras quede espacio disponible lo mantendré limpio para los cultivos de hoy y los que sembraré mañana.

Desechar me resulta mucho más placentero que consumir.

(Esa satisfacción orgánica al eutanizar residuos del pasado,
esa energía que ya no se malgastará en prolongar hebras deshilvanadas).